Los sueños de mi padre : buna historia de raza y herencia / Barack Obama.
The son of an African father and white American mother discusses his childhood in Hawaii, his struggle to find his identity as an African American, and his life accomplishments.
Record details
- ISBN: 9780307473875
- ISBN: 0307473872
- Physical Description: xix, 405 pages ; 24 cm
- Edition: Primera edición Vintage Español.
- Publisher: Nueva York : Vintage Español, 2009.
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Subject: | Obama, Barack African Americans > Biography. Racially mixed people > United States > Biography. Racism > United States. United States > Race relations Spanish language materials. |
Genre: | Autobiographies. |
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Whiting PL - Whiting | 973.932 OB1S (Text) | 51735012053335 | Adult department--Spanish collection | Available | - |
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Pocos meses después de mi vigésimo primer cumpleaños recibà la llamada de un desconocido para darme la noticia. Por aquel tiempo yo vivÃa en Nueva York, en la calle 94, entre las avenidas Primera y Segunda, en esa frontera móvil y anónima que separa la parte este de Harlem del resto de Manhattan. Era una manzana inhóspita y desprovista de árboles, bordeada de edificios sin ascensor renegridos por el hollÃn, que proyectaban densas sombras durante la mayor parte del dÃa. El apartamento era pequeño, de suelos desnivelados, calefacción que funcionaba a veces y un timbre en el portal que no funcionaba nunca, de forma que las visitas antes tenÃan que llamar desde un teléfono público que habÃa en la gasolinera de la esquina, donde un doberman negro, tan grande como un lobo, se paseaba por la noche vigilando atento y sujetando entre sus mandÃbulas una botella de cerveza vacÃa.
Nada de esto me preocupaba, ya que no tenÃa demasiadas visitas. En aquella época era impaciente, estaba ocupado con el trabajo y los planes pendientes, y solÃa ver a los demás como distracciones innecesarias. Esto no significaba que no apreciara su compañÃa. Me encantaba intercambiar algunas frases en español con mis vecinos, la mayorÃa portorriqueños, y a mi regreso de clase solÃa pararme con los chicos que se pasaban todo el verano en la escalera hablando de los Knicks o de los disparos que habÃan oÃdo la noche anterior. Cuando hacÃa buen tiempo, solÃa sentarme afuera con mi compañero de piso, en la escalera de incendios, para fumar cigarrillos y contemplar el desvaÃdo color azul del crepúsculo sobre la ciudad, o mirar a los blancos de los barrios elegantes de las cercanÃas que bajaban a pasear a sus perros por nuestra manzana para dejarlos que hicieran sus necesidades en nuestras aceras. «¡Recoged la mierda, cabrones!», les gritaba furioso mi compañero de piso, mientras nos reÃamos en la cara tanto del animal como del amo que, serio y sin pedir disculpas, se agachaba para hacerlo.
Disfrutaba de aquellos momentos, aunque sólo brevemente. Si la conversación empezaba a desviarse o a traspasar los lÃmites de lo Ãntimo, pronto hallaba una razón para excusarme. HabÃa crecido demasiado cómodo en mi soledad, el lugar más seguro que conocÃa.
Recuerdo que habÃa un anciano que vivÃa en la puerta de al lado y que parecÃa compartir mi actitud. VivÃa solo, era un tipo demacrado y con joroba, que solÃa llevar un pesado abrigo negro y un deformado sombrero de fieltro en las raras ocasiones que salÃa de su apartamento. Alguna que otra vez coincidÃa con él cuando regresaba de la tienda y me ofrecÃa a subirle la compra por el largo tramo de escaleras. En esas ocasiones me miraba, se encogÃa de hombros y comenzábamos el ascenso, deteniéndonos en cada rellano para que pudiera tomar aire. Cuando finalmente llegábamos a su apartamento, yo colocaba con cuidado las bolsas en el suelo y él me lo agradecÃa con una gentil inclinación de cabeza antes de meterse dentro, arrastrando los pies, y echar el cerrojo. Nunca intercambiamos una sola palabra, y ni una sola vez me dio las gracias por mis esfuerzos.
El silencio del anciano me impresionaba; pensaba que era un alma gemela. Más tarde, mi compañero de piso lo encontró arrebujado en el rellano del tercer piso, con los ojos abiertos de par en par y las extremidades rÃgidas y levantadas como las de un bebé. La gente se arremolinó a su alrededor, algunas mujeres se santiguaron y los crÃos más pequeños cuchicheaban agitados. Finalmente llegaron los enfermeros para llevarse el cuerpo. La policÃa entró en el apartamento del viejo. Estaba limpio, casi vacÃo: una silla, una mesa de trabajo; el desvaÃdo retrato de una mujer de cejas espesas y sonrisa amable descansaba sobre la repisa de la chimenea. Alguien abrió la nevera y encontró casi mil dólares en fajos de billetes pequeños envueltos en periódicos viejos, cuidadosamente ordenados detrás de los botes de mayonesa y de conservas en escabeche.
Me conmovió la soledad de la escena, y por un breve instante deseé haber conocido el nombre de aquel anciano. Inmediatamente lamenté mi deseo y me embargó la tristeza. Sentà como si se hubiese roto el entendimiento que habÃa entre nosotros, como si, en aquella habitación desierta, el viejo me susurrara una historia nunca contada y me dijera cosas que hubiera preferido no oÃr.
Algo asà como un mes más tarde, en una frÃa y deprimente mañana de noviembre mientras el sol se desvanecÃa detrás de una madeja de nubes, recibà una llamada. Estaba preparándome el desayuno, con el café en la hornilla y dos huevos en la sartén, cuando mi compañero de piso me pasó el teléfono. La lÃnea estaba llena de interferencias.
-¿Barry? ¿Barry, eres tú?
- SÃâ¦, ¿quién es?
- SÃ, Barryâ¦, soy tu tÃa Jane, de Nairobi. ¿Me oyes?
- Perdona, ¿quién has dicho que eres?
- La tÃa Jane. Escucha, Barry, tu padre ha muerto. Ha muerto en un accidente de tráfico. ¿Hola? ¿Me oyes? Te digo que tu padre ha muerto. Barry, por favor llama a tu tÃo a Boston y dÃselo. Ahora no puedo hablar, ¿vale, Barry? Intentaré llamarte otro dÃaâ¦
Eso fue todo. La lÃnea se cortó y yo me senté en el sofá oliendo cómo los huevos se quemaban en la cocina, mientras miraba fijamente las grietas en el yeso y trataba de calibrar la dimensión de mi pérdida.
En el momento de su muerte mi padre seguÃa siendo un mito para mà próximo y lejano al mismo tiempo. Se habÃa marchado de Hawai en 1963, cuando yo tenÃa dos años, de forma que de niño sólo lo conocà a través de las historias que me contaban mi madre y mis abuelos. Cada uno tenÃa sus relatos favoritos, bruñidos y desgastados por el constante uso. Aún puedo ver la imagen de mi abuelo Gramps recostado en su vieja butaca después de la cena, tomando un whisky a sorbitos mientras se limpiaba los dientes con el celofán de su paquete de cigarrillos, contándonos cuando mi padre casi tira a un hombre por el mirador de Pali a causa de una pipaâ¦.
-Verás. Tus padres decidieron llevar a un amigo suyo de turismo por la isla. Asà que fueron en coche hasta el mirador. Probablemente Barack condujo durante todo el camino por el lado equivocado de la carreteraâ¦
-Tu padre era un conductor malÃsimo -me explicaba mi madre-.
Acababa siempre en el lado izquierdo, por el que conducen los ingleses. Y si le decÃas algo simplemente se enfurruñaba por las estúpidas normas de los norteamericanos.
-Bueno, esta vez llegaron sanos y salvos; bajaron del coche y se quedaron en la barandilla contemplando la vista. Barack lanzaba bocanadas de humo de la pipa que yo le habÃa regalado por su cumpleaños, señalando el paisaje con la boquilla, como un viejo lobo de mar.
-Tu padre estaba orgulloso de su pipa -vuelve a interrumpir mi madre-. Fumaba durante toda la noche cuando estudiaba, y a vecesâ¦
-Escucha Ann, ¿quieres contar tú la historia o vas a dejar que termine?
-Lo siento papá, sigue.
-Bien, pues aquel pobre hombre, era otro estudiante africano, ¿no?, acababa de llegar en barco. Se ve que debÃa de impresionarle el modo cómo Barack hablaba haciendo aspavientos con la pipa, porque le preguntó que si podÃa probarla. Tu padre se quedó cavilando durante un minuto y finalmente accedió. Y tan pronto como el chico le dio la primera calada empezó a toser violentamente. Tosió tanto que la pipa se le resbaló de la mano y cayó al otro lado de la barandilla, casi treinta metros abajo en el fondo del acantilado.
Gramps se detiene para tomar otro traguito de su petaca antes de continuar.
-Pero bueno, tu padre fue lo bastante indulgente como para esperar a que su amigo terminara de toser, y después le dijo que saltara la barandilla y le devolviera la pipa. El hombre echó una mirada a aquel desnivel de noventa grados y le prometió a Barack que le comprarÃa otra para reemplazarla.
-Una decisión sensata -dijo Toot desde la cocina (a mi abuela la llamábamos Tutu, Toot para abreviar, que significa abuela en hawaiano, pues el dÃa que nacà decidió que era demasiado joven para que la llamáramos Granny). El abuelo frunce entonces el ceño, pero decide ignorarla.
-Pero Barack se empeñaba en recuperar su pipa porque era un regalo y no podÃa ser reemplazada. Asà que el tÃo echó otra mirada y de nuevo sacudió la cabeza. ¡Y entonces fue cuando tu padre lo levantó del suelo y empezó a zarandearlo por encima de la barandilla!
El abuelo suelta una risotada y con gesto jovial se golpea la rodilla. Mientras se rÃe, yo me veo mirando a mi padre, oscurecido por el contraluz del brillante sol, sosteniendo en alto al infractor que agita sus brazos. Una implacable concepción de la justicia.
-En realidad no lo estaba sujetando por encima de la barandilla, papá -añade mi madre mirándome con preocupación, mientras Gramps toma otro sorbo de whisky y continúa.
-En ese momento, algunas personas comenzaron a mirarnos y tu madre le rogó a Barack que parase. Supongo que el amigo de Barack rezaba al tiempo que contenÃa la respiración. En fin, después de unos minutos, tu padre dejó al hombre otra vez en el suelo, le dio una palmada en la espalda y, tan tranquilo, sugirió que todos fuésemos a tomar una cerveza. Y, ¿sabes?, tu padre continuó comportándose asà durante todo el trayecto, como si nada hubiera sucedido. Ni que decir tiene que tu madre estaba bastante disgustada cuando volvieron a casa. De hecho, apenas si le hablaba a tu padre. Barack no colaboraba mucho tampoco, porque cuando tu madre intentó contarnos lo que habÃa sucedido, el sólo agitó la cabeza y empezó a reÃr: «Cálmate, Ann», le decÃa. Tu padre tenÃa una profunda voz de barÃtono y acento británico -mi abuelo metÃa entonces su barbilla hacia la garganta para darle mayor efecto-. «Cálmate Ann» continuó, «sólo querÃa darle a ese tÃo una lección sobre el cuidado que hay que tener con la propiedad ajena».
Gramps rió de nuevo hasta que comenzó a toser. Toot murmuraba entre dientes que suponÃa que era bueno que mi padre se hubiera dado cuenta de que el hecho de haber dejado caer la pipa sólo habÃa sido un accidente, porque quién sabe qué podrÃa haber pasado si no. Mi madre me lanzaba una mirada cómplice y me decÃa que estaban exagerando.
-Tu padre puede que fuera un poco dominante -admitÃa mi madre esbozando una sonrisa-. Pero en el fondo era una persona muy honesta. Lo que a veces le hacÃa ser impulsivo.
Ella preferÃa hacer un retrato más amable de mi padre. Contaba la historia de cuando acudió a recibir la llave de la Phi Beta Kappa*, vistiendo su ropa favorita: unos vaqueros y una vieja camiseta de punto con un estampado de leopardo.
-Nadie le habÃa dicho que aquello era un acto importante, asà que entró y se encontró a todo el mundo vestido de etiqueta en esa elegante sala. Fue la primera vez que lo vi sonrojarse.
Y el abuelo, de repente pensativo, asentÃa con la cabeza y decÃa:
-Lo cierto, Bar, es que tu padre podÃa manejar cualquier tipo de situación, y eso hacÃa que le gustara a todo el mundo. ¿Te acuerdas de cuando tuvo que actuar en el Festival Internacional de Música? Accedió a interpretar algunas canciones africanas, pero aquello era algo más serio de lo que pensaba, ya que la chica que salió antes que él resultó ser una cantante semiprofesional, una hawaiana con el apoyo de una orquesta al completo. Cualquier otro hubiera abandonado justo en ese momento, excusándose en que todo aquello habÃa sido un error. Pero no Barack. Se puso en pie y cantó ante la audiencia, lo que no era fácil, déjame que te diga. Y no es que lo hiciera bien, pero estaba tan seguro de sà mismo que consiguió tantos aplausos como cualquier otro.
Gramps se levantó de su silla meneando la cabeza y, girándose, encendió el televisor.
-Ya tienes algo que puedes aprender de tu padre -me dijo-: la confianza es la clave del éxito para un hombre.
Asà es como se sucedÃan todas las historias, de manera concisa, apócrifa, contadas de corrido en el curso de una noche y luego empaquetadas y guardadas durante meses, a veces años, en la memoria de mi familia. Igual pasaba con las pocas fotos de mi padre que se quedaron en casa, viejas copias en blanco y negro hechas en un estudio y con las que solÃa toparme cada vez que revolvÃa en los armarios buscando los adornos de Navidad o algún antiguo equipo de buceo. Cuando comencé a ser consciente de mis recuerdos, mi madre ya habÃa iniciado el noviazgo con el hombre que se convertirÃa en su segundo marido y supe, sin necesidad de explicación alguna, porqué tuvieron que guardarse las fotos de mi padre. Pero, de vez en cuando, mi madre y yo nos sentábamos en el suelo, con ese olor a polvo y naftalina que desprendÃa el álbum, y me detenÃa a observar el aspecto de mi padre -su sonriente cara oscura, la frente grande y las gruesas gafas que le hacÃan parecer más viejo de lo que era- y escuchaba mientras cómo los acontecimientos de su vida se hilvanaban en un simple relato.
Según llegué a saber, era africano, de Kenia, de la tribu de los Luo, nacido a orillas del lago Victoria, en un lugar llamado Alego. Era un poblado pobre, pero su padre -mi otro abuelo, Hussein Onyango Obama- habÃa sido un importante granjero y patriarca de la tribu, un hombre medicina que tenÃa poderes curativos. Mi padre creció pasto reando la manada de cabras de su padre y asistÃa a la escuela local que habÃa fundado el gobierno colonial británico, donde demostró poseer grandes aptitudes. Al final consiguió una beca para estudiar en Nairobi y, más tarde, en vÃsperas de la independencia de Kenia, fue elegido por lÃderes de este paÃs y mecenas americanos para asistir a una universidad en los Estados Unidos, donde se unió a la primera gran oleada de africanos que fueron enviados para especializarse en tecnologÃa occidental y poder forjar a su regreso una nueva y moderna Ãfrica.
En 1959, a la edad de veintitrés años, ingresó en la Universidad de Hawai, siendo el primer estudiante africano de esa institución. Estudió econometrÃa, trabajó intensamente y se graduó tres años más tarde como el primero de su clase. TenÃa una legión de amigos y ayudó a organizar la Asociación Internacional de Estudiantes, de la que se convirtió en su primer presidente. En un curso de ruso conoció a una torpe y tÃmida americana de tan sólo dieciocho años, y se enamoraron. Los padres de la chica, no muy contentos al principio, acabaron sucumbiendo a su encanto e inteligencia. La joven pareja se casó, y ella tuvo un hijo a quien pusieron el nombre del padre. Obtuvo otra beca, esta vez para doctorarse en Harvard, pero al no contar con el dinero necesario para poder llevarse con él a su familia se produjo la separación y regresó a Ãfrica para cumplir su compromiso con el continente. Madre e hijo quedaron atrás, pero los lazos del amor superaron la distancia⦠Pocos meses después de mi vigésimo primer cumpleaños recibà la llamada de un desconocido para darme la noticia. Por aquel tiempo yo vivÃa en Nueva York, en la calle 94, entre las avenidas Primera y Segunda, en esa frontera móvil y anónima que separa la parte este de Harlem del resto de Manhattan. Era una manzana inhóspita y desprovista de árboles, bordeada de edificios sin ascensor renegridos por el hollÃn, que proyectaban densas sombras durante la mayor parte del dÃa. El apartamento era pequeño, de suelos desnivelados, calefacción que funcionaba a veces y un timbre en el portal que no funcionaba nunca, de forma que las visitas antes tenÃan que llamar desde un teléfono público que habÃa en la gasolinera de la esquina, donde un doberman negro, tan grande como un lobo, se paseaba por la noche vigilando atento y sujetando entre sus mandÃbulas una botella de cerveza vacÃa.
Nada de esto me preocupaba, ya que no tenÃa demasiadas visitas. En aquella época era impaciente, estaba ocupado con el trabajo y los planes pendientes, y solÃa ver a los demás como distracciones innecesarias. Esto no significaba que no apreciara su compañÃa. Me encantaba intercambiar algunas frases en español con mis vecinos, la mayorÃa portorriqueños, y a mi regreso de clase solÃa pararme con los chicos que se pasaban todo el verano en la escalera hablando de los Knicks o de los disparos que habÃan oÃdo la noche anterior. Cuando hacÃa buen tiempo, solÃa sentarme afuera con mi compañero de piso, en la escalera de incendios, para fumar cigarrillos y contemplar el desvaÃdo color azul del crepúsculo sobre la ciudad, o mirar a los blancos de los barrios elegantes de las cercanÃas que bajaban a pasear a sus perros por nuestra manzana para dejarlos que hicieran sus necesidades en nuestras aceras. «¡Recoged la mierda, cabrones!», les gritaba furioso mi compañero de piso, mientras nos reÃamos en la cara tanto del animal como del amo que, serio y sin pedir disculpas, se agachaba para hacerlo.
Disfrutaba de aquellos momentos, aunque sólo brevemente. Si la conversación empezaba a desviarse o a traspasar los lÃmites de lo Ãntimo, pronto hallaba una razón para excusarme. HabÃa crecido demasiado cómodo en mi soledad, el lugar más seguro que conocÃa.
Recuerdo que habÃa un anciano que vivÃa en la puerta de al lado y que parecÃa compartir mi actitud. VivÃa solo, era un tipo demacrado y con joroba, que solÃa llevar un pesado abrigo negro y un deformado sombrero de fieltro en las raras ocasiones que salÃa de su apartamento. Alguna que otra vez coincidÃa con él cuando regresaba de la tienda y me ofrecÃa a subirle la compra por el largo tramo de escaleras. En esas ocasiones me miraba, se encogÃa de hombros y comenzábamos el ascenso, deteniéndonos en cada rellano para que pudiera tomar aire. Cuando finalmente llegábamos a su apartamento, yo colocaba con cuidado las bolsas en el suelo y él me lo agradecÃa con una gentil inclinación de cabeza antes de meterse dentro, arrastrando los pies, y echar el cerrojo. Nunca intercambiamos una sola palabra, y ni una sola vez me dio las gracias por mis esfuerzos.
El silencio del anciano me impresionaba; pensaba que era un alma gemela. Más tarde, mi compañero de piso lo encontró arrebujado en el rellano del tercer piso, con los ojos abiertos de par en par y las extremidades rÃgidas y levantadas como las de un bebé. La gente se arremolinó a su alrededor, algunas mujeres se santiguaron y los crÃos más pequeños cuchicheaban agitados. Finalmente llegaron los enfermeros para llevarse el cuerpo. La policÃa entró en el apartamento del viejo. Estaba limpio, casi vacÃo: una silla, una mesa de trabajo; el desvaÃdo retrato de una mujer de cejas espesas y sonrisa amable descansaba sobre la repisa de la chimenea. Alguien abrió la nevera y encontró casi mil dólares en fajos de billetes pequeños envueltos en periódicos viejos, cuidadosamente ordenados detrás de los botes de mayonesa y de conservas en escabeche.
Me conmovió la soledad de la escena, y por un breve instante deseé haber conocido el nombre de aquel anciano. Inmediatamente lamenté mi deseo y me embargó la tristeza. Sentà como si se hubiese roto el entendimiento que habÃa entre nosotros, como si, en aquella habitación desierta, el viejo me susurrara una historia nunca contada y me dijera cosas que hubiera preferido no oÃr.
Algo asà como un mes más tarde, en una frÃa y deprimente mañana de noviembre mientras el sol se desvanecÃa detrás de una madeja de nubes, recibà una llamada. Estaba preparándome el desayuno, con el café en la hornilla y dos huevos en la sartén, cuando mi compañero de piso me pasó el teléfono. La lÃnea estaba llena de interferencias.
-¿Barry? ¿Barry, eres tú?
- SÃâ¦, ¿quién es?
- SÃ, Barryâ¦, soy tu tÃa Jane, de Nairobi. ¿Me oyes?
- Perdona, ¿quién has dicho que eres?
- La tÃa Jane. Escucha, Barry, tu padre ha muerto. Ha muerto en un accidente de tráfico. ¿Hola? ¿Me oyes? Te digo que tu padre ha muerto. Barry, por favor llama a tu tÃo a Boston y dÃselo. Ahora no puedo hablar, ¿vale, Barry? Intentaré llamarte otro dÃaâ¦
Eso fue todo. La lÃnea se cortó y yo me senté en el sofá oliendo cómo los huevos se quemaban en la cocina, mientras miraba fijamente las grietas en el yeso y trataba de calibrar la dimensión de mi pérdida.
En el momento de su muerte mi padre seguÃa siendo un mito para mà próximo y lejano al mismo tiempo. Se habÃa marchado de Hawai en 1963, cuando yo tenÃa dos años, de forma que de niño sólo lo conocà a través de las historias que me contaban mi madre y mis abuelos. Cada uno tenÃa sus relatos favoritos, bruñidos y desgastados por el constante uso. Aún puedo ver la imagen de mi abuelo Gramps recostado en su vieja butaca después de la cena, tomando un whisky a sorbitos mientras se limpiaba los dientes con el celofán de su paquete de cigarrillos, contándonos cuando mi padre casi tira a un hombre por el mirador de Pali a causa de una pipaâ¦.
-Verás. Tus padres decidieron llevar a un amigo suyo de turismo por la isla. Asà que fueron en coche hasta el mirador. Probablemente Barack condujo durante todo el camino por el lado equivocado de la carreteraâ¦
-Tu padre era un conductor malÃsimo -me explicaba mi madre-.
Acababa siempre en el lado izquierdo, por el que conducen los ingleses. Y si le decÃas algo simplemente se enfurruñaba por las estúpidas normas de los norteamericanos.
-Bueno, esta vez llegaron sanos y salvos; bajaron del coche y se quedaron en la barandilla contemplando la vista. Barack lanzaba bocanadas de humo de la pipa que yo le habÃa regalado por su cumpleaños, señalando el paisaje con la boquilla, como un viejo lobo de mar.
-Tu padre estaba orgulloso de su pipa -vuelve a interrumpir mi madre-. Fumaba durante toda la noche cuando estudiaba, y a vecesâ¦
-Escucha Ann, ¿quieres contar tú la historia o vas a dejar que termine?
-Lo siento papá, sigue.
-Bien, pues aquel pobre hombre, era otro estudiante africano, ¿no?, acababa de llegar en barco. Se ve que debÃa de impresionarle el modo cómo Barack hablaba haciendo aspavientos con la pipa, porque le preguntó que si podÃa probarla. Tu padre se quedó cavilando durante un minuto y finalmente accedió. Y tan pronto como el chico le dio la primera calada empezó a toser violentamente. Tosió tanto que la pipa se le resbaló de la mano y cayó al otro lado de la barandilla, casi treinta metros abajo en el fondo del acantilado.
Gramps se detiene para tomar otro traguito de su petaca antes de continuar.
-Pero bueno, tu padre fue lo bastante indulgente como para esperar a que su amigo terminara de toser, y después le dijo que saltara la barandilla y le devolviera la pipa. El hombre echó una mirada a aquel desnivel de noventa grados y le prometió a Barack que le comprarÃa otra para reemplazarla.
-Una decisión sensata -dijo Toot desde la cocina (a mi abuela la llamábamos Tutu, Toot para abreviar, que significa abuela en hawaiano, pues el dÃa que nacà decidió que era demasiado joven para que la llamáramos Granny). El abuelo frunce entonces el ceño, pero decide ignorarla.
-Pero Barack se empeñaba en recuperar su pipa porque era un regalo y no podÃa ser reemplazada. Asà que el tÃo echó otra mirada y de nuevo sacudió la cabeza. ¡Y entonces fue cuando tu padre lo levantó del suelo y empezó a zarandearlo por encima de la barandilla!
El abuelo suelta una risotada y con gesto jovial se golpea la rodilla. Mientras se rÃe, yo me veo mirando a mi padre, oscurecido por el contraluz del brillante sol, sosteniendo en alto al infractor que agita sus brazos. Una implacable concepción de la justicia.
-En realidad no lo estaba sujetando por encima de la barandilla, papá -añade mi madre mirándome con preocupación, mientras Gramps toma otro sorbo de whisky y continúa.
-En ese momento, algunas personas comenzaron a mirarnos y tu madre le rogó a Barack que parase. Supongo que el amigo de Barack rezaba al tiempo que contenÃa la respiración. En fin, después de unos minutos, tu padre dejó al hombre otra vez en el suelo, le dio una palmada en la espalda y, tan tranquilo, sugirió que todos fuésemos a tomar una cerveza. Y, ¿sabes?, tu padre continuó comportándose asà durante todo el trayecto, como si nada hubiera sucedido. Ni que decir tiene que tu madre estaba bastante disgustada cuando volvieron a casa. De hecho, apenas si le hablaba a tu padre. Barack no colaboraba mucho tampoco, porque cuando tu madre intentó contarnos lo que habÃa sucedido, el sólo agitó la cabeza y empezó a reÃr: «Cálmate, Ann», le decÃa. Tu padre tenÃa una profunda voz de barÃtono y acento británico -mi abuelo metÃa entonces su barbilla hacia la garganta para darle mayor efecto-. «Cálmate Ann» continuó, «sólo querÃa darle a ese tÃo una lección sobre el cuidado que hay que tener con la propiedad ajena».
Gramps rió de nuevo hasta que comenzó a toser. Toot murmuraba entre dientes que suponÃa que era bueno que mi padre se hubiera dado cuenta de que el hecho de haber dejado caer la pipa sólo habÃa sido un accidente, porque quién sabe qué podrÃa haber pasado si no. Mi madre me lanzaba una mirada cómplice y me decÃa que estaban exagerando.
-Tu padre puede que fuera un poco dominante -admitÃa mi madre esbozando una sonrisa-. Pero en el fondo era una persona muy honesta. Lo que a veces le hacÃa ser impulsivo.
Ella preferÃa hacer un retrato más amable de mi padre. Contaba la historia de cuando acudió a recibir la llave de la Phi Beta Kappa*, vistiendo su ropa favorita: unos vaqueros y una vieja camiseta de punto con un estampado de leopardo.
-Nadie le habÃa dicho que aquello era un acto importante, asà que entró y se encontró a todo el mundo vestido de etiqueta en esa elegante sala. Fue la primera vez que lo vi sonrojarse.
Y el abuelo, de repente pensativo, asentÃa con la cabeza y decÃa:
-Lo cierto, Bar, es que tu padre podÃa manejar cualquier tipo de situación, y eso hacÃa que le gustara a todo el mundo. ¿Te acuerdas de cuando tuvo que actuar en el Festival Internacional de Música? Accedió a interpretar algunas canciones africanas, pero aquello era algo más serio de lo que pensaba, ya que la chica que salió antes que él resultó ser una cantante semiprofesional, una hawaiana con el apoyo de una orquesta al completo. Cualquier otro hubiera abandonado justo en ese momento, excusándose en que todo aquello habÃa sido un error. Pero no Barack. Se puso en pie y cantó ante la audiencia, lo que no era fácil, déjame que te diga. Y no es que lo hiciera bien, pero estaba tan seguro de sà mismo que consiguió tantos aplausos como cualquier otro.
Gramps se levantó de su silla meneando la cabeza y, girándose, encendió el televisor.
-Ya tienes algo que puedes aprender de tu padre -me dijo-: la confianza es la clave del éxito para un hombre.
Asà es como se sucedÃan todas las historias, de manera concisa, apócrifa, contadas de corrido en el curso de una noche y luego empaquetadas y guardadas durante meses, a veces años, en la memoria de mi familia. Igual pasaba con las pocas fotos de mi padre que se quedaron en casa, viejas copias en blanco y negro hechas en un estudio y con las que solÃa toparme cada vez que revolvÃa en los armarios buscando los adornos de Navidad o algún antiguo equipo de buceo. Cuando comencé a ser consciente de mis recuerdos, mi madre ya habÃa iniciado el noviazgo con el hombre que se convertirÃa en su segundo marido y supe, sin necesidad de explicación alguna, porqué tuvieron que guardarse las fotos de mi padre. Pero, de vez en cuando, mi madre y yo nos sentábamos en el suelo, con ese olor a polvo y naftalina que desprendÃa el álbum, y me detenÃa a observar el aspecto de mi padre -su sonriente cara oscura, la frente grande y las gruesas gafas que le hacÃan parecer más viejo de lo que era- y escuchaba mientras cómo los acontecimientos de su vida se hilvanaban en un simple relato.
Según llegué a saber, era africano, de Kenia, de la tribu de los Luo, nacido a orillas del lago Victoria, en un lugar llamado Alego. Era un poblado pobre, pero su padre -mi otro abuelo, Hussein Onyango Obama- habÃa sido un importante granjero y patriarca de la tribu, un hombre medicina que tenÃa poderes curativos. Mi padre creció pasto reando la manada de cabras de su padre y asistÃa a la escuela local que habÃa fundado el gobierno colonial británico, donde demostró poseer grandes aptitudes. Al final consiguió una beca para estudiar en Nairobi y, más tarde, en vÃsperas de la independencia de Kenia, fue elegido por lÃderes de este paÃs y mecenas americanos para asistir a una universidad en los Estados Unidos, donde se unió a la primera gran oleada de africanos que fueron enviados para especializarse en tecnologÃa occidental y poder forjar a su regreso una nueva y moderna Ãfrica.
En 1959, a la edad de veintitrés años, ingresó en la Universidad de Hawai, siendo el primer estudiante africano de esa institución. Estudió econometrÃa, trabajó intensamente y se graduó tres años más tarde como el primero de su clase. TenÃa una legión de amigos y ayudó a organizar la Asociación Internacional de Estudiantes, de la que se convirtió en su primer presidente. En un curso de ruso conoció a una torpe y tÃmida americana de tan sólo dieciocho años, y se enamoraron. Los padres de la chica, no muy contentos al principio, acabaron sucumbiendo a su encanto e inteligencia. La joven pareja se casó, y ella tuvo un hijo a quien pusieron el nombre del padre. Obtuvo otra beca, esta vez para doctorarse en Harvard, pero al no contar con el dinero necesario para poder llevarse con él a su familia se produjo la separación y regresó a Ãfrica para cumplir su compromiso con el continente. Madre e hijo quedaron atrás, pero los lazos del amor superaron la distanciaâ¦
Nada de esto me preocupaba, ya que no tenÃa demasiadas visitas. En aquella época era impaciente, estaba ocupado con el trabajo y los planes pendientes, y solÃa ver a los demás como distracciones innecesarias. Esto no significaba que no apreciara su compañÃa. Me encantaba intercambiar algunas frases en español con mis vecinos, la mayorÃa portorriqueños, y a mi regreso de clase solÃa pararme con los chicos que se pasaban todo el verano en la escalera hablando de los Knicks o de los disparos que habÃan oÃdo la noche anterior. Cuando hacÃa buen tiempo, solÃa sentarme afuera con mi compañero de piso, en la escalera de incendios, para fumar cigarrillos y contemplar el desvaÃdo color azul del crepúsculo sobre la ciudad, o mirar a los blancos de los barrios elegantes de las cercanÃas que bajaban a pasear a sus perros por nuestra manzana para dejarlos que hicieran sus necesidades en nuestras aceras. «¡Recoged la mierda, cabrones!», les gritaba furioso mi compañero de piso, mientras nos reÃamos en la cara tanto del animal como del amo que, serio y sin pedir disculpas, se agachaba para hacerlo.
Disfrutaba de aquellos momentos, aunque sólo brevemente. Si la conversación empezaba a desviarse o a traspasar los lÃmites de lo Ãntimo, pronto hallaba una razón para excusarme. HabÃa crecido demasiado cómodo en mi soledad, el lugar más seguro que conocÃa.
Recuerdo que habÃa un anciano que vivÃa en la puerta de al lado y que parecÃa compartir mi actitud. VivÃa solo, era un tipo demacrado y con joroba, que solÃa llevar un pesado abrigo negro y un deformado sombrero de fieltro en las raras ocasiones que salÃa de su apartamento. Alguna que otra vez coincidÃa con él cuando regresaba de la tienda y me ofrecÃa a subirle la compra por el largo tramo de escaleras. En esas ocasiones me miraba, se encogÃa de hombros y comenzábamos el ascenso, deteniéndonos en cada rellano para que pudiera tomar aire. Cuando finalmente llegábamos a su apartamento, yo colocaba con cuidado las bolsas en el suelo y él me lo agradecÃa con una gentil inclinación de cabeza antes de meterse dentro, arrastrando los pies, y echar el cerrojo. Nunca intercambiamos una sola palabra, y ni una sola vez me dio las gracias por mis esfuerzos.
El silencio del anciano me impresionaba; pensaba que era un alma gemela. Más tarde, mi compañero de piso lo encontró arrebujado en el rellano del tercer piso, con los ojos abiertos de par en par y las extremidades rÃgidas y levantadas como las de un bebé. La gente se arremolinó a su alrededor, algunas mujeres se santiguaron y los crÃos más pequeños cuchicheaban agitados. Finalmente llegaron los enfermeros para llevarse el cuerpo. La policÃa entró en el apartamento del viejo. Estaba limpio, casi vacÃo: una silla, una mesa de trabajo; el desvaÃdo retrato de una mujer de cejas espesas y sonrisa amable descansaba sobre la repisa de la chimenea. Alguien abrió la nevera y encontró casi mil dólares en fajos de billetes pequeños envueltos en periódicos viejos, cuidadosamente ordenados detrás de los botes de mayonesa y de conservas en escabeche.
Me conmovió la soledad de la escena, y por un breve instante deseé haber conocido el nombre de aquel anciano. Inmediatamente lamenté mi deseo y me embargó la tristeza. Sentà como si se hubiese roto el entendimiento que habÃa entre nosotros, como si, en aquella habitación desierta, el viejo me susurrara una historia nunca contada y me dijera cosas que hubiera preferido no oÃr.
Algo asà como un mes más tarde, en una frÃa y deprimente mañana de noviembre mientras el sol se desvanecÃa detrás de una madeja de nubes, recibà una llamada. Estaba preparándome el desayuno, con el café en la hornilla y dos huevos en la sartén, cuando mi compañero de piso me pasó el teléfono. La lÃnea estaba llena de interferencias.
-¿Barry? ¿Barry, eres tú?
- SÃâ¦, ¿quién es?
- SÃ, Barryâ¦, soy tu tÃa Jane, de Nairobi. ¿Me oyes?
- Perdona, ¿quién has dicho que eres?
- La tÃa Jane. Escucha, Barry, tu padre ha muerto. Ha muerto en un accidente de tráfico. ¿Hola? ¿Me oyes? Te digo que tu padre ha muerto. Barry, por favor llama a tu tÃo a Boston y dÃselo. Ahora no puedo hablar, ¿vale, Barry? Intentaré llamarte otro dÃaâ¦
Eso fue todo. La lÃnea se cortó y yo me senté en el sofá oliendo cómo los huevos se quemaban en la cocina, mientras miraba fijamente las grietas en el yeso y trataba de calibrar la dimensión de mi pérdida.
En el momento de su muerte mi padre seguÃa siendo un mito para mà próximo y lejano al mismo tiempo. Se habÃa marchado de Hawai en 1963, cuando yo tenÃa dos años, de forma que de niño sólo lo conocà a través de las historias que me contaban mi madre y mis abuelos. Cada uno tenÃa sus relatos favoritos, bruñidos y desgastados por el constante uso. Aún puedo ver la imagen de mi abuelo Gramps recostado en su vieja butaca después de la cena, tomando un whisky a sorbitos mientras se limpiaba los dientes con el celofán de su paquete de cigarrillos, contándonos cuando mi padre casi tira a un hombre por el mirador de Pali a causa de una pipaâ¦.
-Verás. Tus padres decidieron llevar a un amigo suyo de turismo por la isla. Asà que fueron en coche hasta el mirador. Probablemente Barack condujo durante todo el camino por el lado equivocado de la carreteraâ¦
-Tu padre era un conductor malÃsimo -me explicaba mi madre-.
Acababa siempre en el lado izquierdo, por el que conducen los ingleses. Y si le decÃas algo simplemente se enfurruñaba por las estúpidas normas de los norteamericanos.
-Bueno, esta vez llegaron sanos y salvos; bajaron del coche y se quedaron en la barandilla contemplando la vista. Barack lanzaba bocanadas de humo de la pipa que yo le habÃa regalado por su cumpleaños, señalando el paisaje con la boquilla, como un viejo lobo de mar.
-Tu padre estaba orgulloso de su pipa -vuelve a interrumpir mi madre-. Fumaba durante toda la noche cuando estudiaba, y a vecesâ¦
-Escucha Ann, ¿quieres contar tú la historia o vas a dejar que termine?
-Lo siento papá, sigue.
-Bien, pues aquel pobre hombre, era otro estudiante africano, ¿no?, acababa de llegar en barco. Se ve que debÃa de impresionarle el modo cómo Barack hablaba haciendo aspavientos con la pipa, porque le preguntó que si podÃa probarla. Tu padre se quedó cavilando durante un minuto y finalmente accedió. Y tan pronto como el chico le dio la primera calada empezó a toser violentamente. Tosió tanto que la pipa se le resbaló de la mano y cayó al otro lado de la barandilla, casi treinta metros abajo en el fondo del acantilado.
Gramps se detiene para tomar otro traguito de su petaca antes de continuar.
-Pero bueno, tu padre fue lo bastante indulgente como para esperar a que su amigo terminara de toser, y después le dijo que saltara la barandilla y le devolviera la pipa. El hombre echó una mirada a aquel desnivel de noventa grados y le prometió a Barack que le comprarÃa otra para reemplazarla.
-Una decisión sensata -dijo Toot desde la cocina (a mi abuela la llamábamos Tutu, Toot para abreviar, que significa abuela en hawaiano, pues el dÃa que nacà decidió que era demasiado joven para que la llamáramos Granny). El abuelo frunce entonces el ceño, pero decide ignorarla.
-Pero Barack se empeñaba en recuperar su pipa porque era un regalo y no podÃa ser reemplazada. Asà que el tÃo echó otra mirada y de nuevo sacudió la cabeza. ¡Y entonces fue cuando tu padre lo levantó del suelo y empezó a zarandearlo por encima de la barandilla!
El abuelo suelta una risotada y con gesto jovial se golpea la rodilla. Mientras se rÃe, yo me veo mirando a mi padre, oscurecido por el contraluz del brillante sol, sosteniendo en alto al infractor que agita sus brazos. Una implacable concepción de la justicia.
-En realidad no lo estaba sujetando por encima de la barandilla, papá -añade mi madre mirándome con preocupación, mientras Gramps toma otro sorbo de whisky y continúa.
-En ese momento, algunas personas comenzaron a mirarnos y tu madre le rogó a Barack que parase. Supongo que el amigo de Barack rezaba al tiempo que contenÃa la respiración. En fin, después de unos minutos, tu padre dejó al hombre otra vez en el suelo, le dio una palmada en la espalda y, tan tranquilo, sugirió que todos fuésemos a tomar una cerveza. Y, ¿sabes?, tu padre continuó comportándose asà durante todo el trayecto, como si nada hubiera sucedido. Ni que decir tiene que tu madre estaba bastante disgustada cuando volvieron a casa. De hecho, apenas si le hablaba a tu padre. Barack no colaboraba mucho tampoco, porque cuando tu madre intentó contarnos lo que habÃa sucedido, el sólo agitó la cabeza y empezó a reÃr: «Cálmate, Ann», le decÃa. Tu padre tenÃa una profunda voz de barÃtono y acento británico -mi abuelo metÃa entonces su barbilla hacia la garganta para darle mayor efecto-. «Cálmate Ann» continuó, «sólo querÃa darle a ese tÃo una lección sobre el cuidado que hay que tener con la propiedad ajena».
Gramps rió de nuevo hasta que comenzó a toser. Toot murmuraba entre dientes que suponÃa que era bueno que mi padre se hubiera dado cuenta de que el hecho de haber dejado caer la pipa sólo habÃa sido un accidente, porque quién sabe qué podrÃa haber pasado si no. Mi madre me lanzaba una mirada cómplice y me decÃa que estaban exagerando.
-Tu padre puede que fuera un poco dominante -admitÃa mi madre esbozando una sonrisa-. Pero en el fondo era una persona muy honesta. Lo que a veces le hacÃa ser impulsivo.
Ella preferÃa hacer un retrato más amable de mi padre. Contaba la historia de cuando acudió a recibir la llave de la Phi Beta Kappa*, vistiendo su ropa favorita: unos vaqueros y una vieja camiseta de punto con un estampado de leopardo.
-Nadie le habÃa dicho que aquello era un acto importante, asà que entró y se encontró a todo el mundo vestido de etiqueta en esa elegante sala. Fue la primera vez que lo vi sonrojarse.
Y el abuelo, de repente pensativo, asentÃa con la cabeza y decÃa:
-Lo cierto, Bar, es que tu padre podÃa manejar cualquier tipo de situación, y eso hacÃa que le gustara a todo el mundo. ¿Te acuerdas de cuando tuvo que actuar en el Festival Internacional de Música? Accedió a interpretar algunas canciones africanas, pero aquello era algo más serio de lo que pensaba, ya que la chica que salió antes que él resultó ser una cantante semiprofesional, una hawaiana con el apoyo de una orquesta al completo. Cualquier otro hubiera abandonado justo en ese momento, excusándose en que todo aquello habÃa sido un error. Pero no Barack. Se puso en pie y cantó ante la audiencia, lo que no era fácil, déjame que te diga. Y no es que lo hiciera bien, pero estaba tan seguro de sà mismo que consiguió tantos aplausos como cualquier otro.
Gramps se levantó de su silla meneando la cabeza y, girándose, encendió el televisor.
-Ya tienes algo que puedes aprender de tu padre -me dijo-: la confianza es la clave del éxito para un hombre.
Asà es como se sucedÃan todas las historias, de manera concisa, apócrifa, contadas de corrido en el curso de una noche y luego empaquetadas y guardadas durante meses, a veces años, en la memoria de mi familia. Igual pasaba con las pocas fotos de mi padre que se quedaron en casa, viejas copias en blanco y negro hechas en un estudio y con las que solÃa toparme cada vez que revolvÃa en los armarios buscando los adornos de Navidad o algún antiguo equipo de buceo. Cuando comencé a ser consciente de mis recuerdos, mi madre ya habÃa iniciado el noviazgo con el hombre que se convertirÃa en su segundo marido y supe, sin necesidad de explicación alguna, porqué tuvieron que guardarse las fotos de mi padre. Pero, de vez en cuando, mi madre y yo nos sentábamos en el suelo, con ese olor a polvo y naftalina que desprendÃa el álbum, y me detenÃa a observar el aspecto de mi padre -su sonriente cara oscura, la frente grande y las gruesas gafas que le hacÃan parecer más viejo de lo que era- y escuchaba mientras cómo los acontecimientos de su vida se hilvanaban en un simple relato.
Según llegué a saber, era africano, de Kenia, de la tribu de los Luo, nacido a orillas del lago Victoria, en un lugar llamado Alego. Era un poblado pobre, pero su padre -mi otro abuelo, Hussein Onyango Obama- habÃa sido un importante granjero y patriarca de la tribu, un hombre medicina que tenÃa poderes curativos. Mi padre creció pasto reando la manada de cabras de su padre y asistÃa a la escuela local que habÃa fundado el gobierno colonial británico, donde demostró poseer grandes aptitudes. Al final consiguió una beca para estudiar en Nairobi y, más tarde, en vÃsperas de la independencia de Kenia, fue elegido por lÃderes de este paÃs y mecenas americanos para asistir a una universidad en los Estados Unidos, donde se unió a la primera gran oleada de africanos que fueron enviados para especializarse en tecnologÃa occidental y poder forjar a su regreso una nueva y moderna Ãfrica.
En 1959, a la edad de veintitrés años, ingresó en la Universidad de Hawai, siendo el primer estudiante africano de esa institución. Estudió econometrÃa, trabajó intensamente y se graduó tres años más tarde como el primero de su clase. TenÃa una legión de amigos y ayudó a organizar la Asociación Internacional de Estudiantes, de la que se convirtió en su primer presidente. En un curso de ruso conoció a una torpe y tÃmida americana de tan sólo dieciocho años, y se enamoraron. Los padres de la chica, no muy contentos al principio, acabaron sucumbiendo a su encanto e inteligencia. La joven pareja se casó, y ella tuvo un hijo a quien pusieron el nombre del padre. Obtuvo otra beca, esta vez para doctorarse en Harvard, pero al no contar con el dinero necesario para poder llevarse con él a su familia se produjo la separación y regresó a Ãfrica para cumplir su compromiso con el continente. Madre e hijo quedaron atrás, pero los lazos del amor superaron la distancia⦠Pocos meses después de mi vigésimo primer cumpleaños recibà la llamada de un desconocido para darme la noticia. Por aquel tiempo yo vivÃa en Nueva York, en la calle 94, entre las avenidas Primera y Segunda, en esa frontera móvil y anónima que separa la parte este de Harlem del resto de Manhattan. Era una manzana inhóspita y desprovista de árboles, bordeada de edificios sin ascensor renegridos por el hollÃn, que proyectaban densas sombras durante la mayor parte del dÃa. El apartamento era pequeño, de suelos desnivelados, calefacción que funcionaba a veces y un timbre en el portal que no funcionaba nunca, de forma que las visitas antes tenÃan que llamar desde un teléfono público que habÃa en la gasolinera de la esquina, donde un doberman negro, tan grande como un lobo, se paseaba por la noche vigilando atento y sujetando entre sus mandÃbulas una botella de cerveza vacÃa.
Nada de esto me preocupaba, ya que no tenÃa demasiadas visitas. En aquella época era impaciente, estaba ocupado con el trabajo y los planes pendientes, y solÃa ver a los demás como distracciones innecesarias. Esto no significaba que no apreciara su compañÃa. Me encantaba intercambiar algunas frases en español con mis vecinos, la mayorÃa portorriqueños, y a mi regreso de clase solÃa pararme con los chicos que se pasaban todo el verano en la escalera hablando de los Knicks o de los disparos que habÃan oÃdo la noche anterior. Cuando hacÃa buen tiempo, solÃa sentarme afuera con mi compañero de piso, en la escalera de incendios, para fumar cigarrillos y contemplar el desvaÃdo color azul del crepúsculo sobre la ciudad, o mirar a los blancos de los barrios elegantes de las cercanÃas que bajaban a pasear a sus perros por nuestra manzana para dejarlos que hicieran sus necesidades en nuestras aceras. «¡Recoged la mierda, cabrones!», les gritaba furioso mi compañero de piso, mientras nos reÃamos en la cara tanto del animal como del amo que, serio y sin pedir disculpas, se agachaba para hacerlo.
Disfrutaba de aquellos momentos, aunque sólo brevemente. Si la conversación empezaba a desviarse o a traspasar los lÃmites de lo Ãntimo, pronto hallaba una razón para excusarme. HabÃa crecido demasiado cómodo en mi soledad, el lugar más seguro que conocÃa.
Recuerdo que habÃa un anciano que vivÃa en la puerta de al lado y que parecÃa compartir mi actitud. VivÃa solo, era un tipo demacrado y con joroba, que solÃa llevar un pesado abrigo negro y un deformado sombrero de fieltro en las raras ocasiones que salÃa de su apartamento. Alguna que otra vez coincidÃa con él cuando regresaba de la tienda y me ofrecÃa a subirle la compra por el largo tramo de escaleras. En esas ocasiones me miraba, se encogÃa de hombros y comenzábamos el ascenso, deteniéndonos en cada rellano para que pudiera tomar aire. Cuando finalmente llegábamos a su apartamento, yo colocaba con cuidado las bolsas en el suelo y él me lo agradecÃa con una gentil inclinación de cabeza antes de meterse dentro, arrastrando los pies, y echar el cerrojo. Nunca intercambiamos una sola palabra, y ni una sola vez me dio las gracias por mis esfuerzos.
El silencio del anciano me impresionaba; pensaba que era un alma gemela. Más tarde, mi compañero de piso lo encontró arrebujado en el rellano del tercer piso, con los ojos abiertos de par en par y las extremidades rÃgidas y levantadas como las de un bebé. La gente se arremolinó a su alrededor, algunas mujeres se santiguaron y los crÃos más pequeños cuchicheaban agitados. Finalmente llegaron los enfermeros para llevarse el cuerpo. La policÃa entró en el apartamento del viejo. Estaba limpio, casi vacÃo: una silla, una mesa de trabajo; el desvaÃdo retrato de una mujer de cejas espesas y sonrisa amable descansaba sobre la repisa de la chimenea. Alguien abrió la nevera y encontró casi mil dólares en fajos de billetes pequeños envueltos en periódicos viejos, cuidadosamente ordenados detrás de los botes de mayonesa y de conservas en escabeche.
Me conmovió la soledad de la escena, y por un breve instante deseé haber conocido el nombre de aquel anciano. Inmediatamente lamenté mi deseo y me embargó la tristeza. Sentà como si se hubiese roto el entendimiento que habÃa entre nosotros, como si, en aquella habitación desierta, el viejo me susurrara una historia nunca contada y me dijera cosas que hubiera preferido no oÃr.
Algo asà como un mes más tarde, en una frÃa y deprimente mañana de noviembre mientras el sol se desvanecÃa detrás de una madeja de nubes, recibà una llamada. Estaba preparándome el desayuno, con el café en la hornilla y dos huevos en la sartén, cuando mi compañero de piso me pasó el teléfono. La lÃnea estaba llena de interferencias.
-¿Barry? ¿Barry, eres tú?
- SÃâ¦, ¿quién es?
- SÃ, Barryâ¦, soy tu tÃa Jane, de Nairobi. ¿Me oyes?
- Perdona, ¿quién has dicho que eres?
- La tÃa Jane. Escucha, Barry, tu padre ha muerto. Ha muerto en un accidente de tráfico. ¿Hola? ¿Me oyes? Te digo que tu padre ha muerto. Barry, por favor llama a tu tÃo a Boston y dÃselo. Ahora no puedo hablar, ¿vale, Barry? Intentaré llamarte otro dÃaâ¦
Eso fue todo. La lÃnea se cortó y yo me senté en el sofá oliendo cómo los huevos se quemaban en la cocina, mientras miraba fijamente las grietas en el yeso y trataba de calibrar la dimensión de mi pérdida.
En el momento de su muerte mi padre seguÃa siendo un mito para mà próximo y lejano al mismo tiempo. Se habÃa marchado de Hawai en 1963, cuando yo tenÃa dos años, de forma que de niño sólo lo conocà a través de las historias que me contaban mi madre y mis abuelos. Cada uno tenÃa sus relatos favoritos, bruñidos y desgastados por el constante uso. Aún puedo ver la imagen de mi abuelo Gramps recostado en su vieja butaca después de la cena, tomando un whisky a sorbitos mientras se limpiaba los dientes con el celofán de su paquete de cigarrillos, contándonos cuando mi padre casi tira a un hombre por el mirador de Pali a causa de una pipaâ¦.
-Verás. Tus padres decidieron llevar a un amigo suyo de turismo por la isla. Asà que fueron en coche hasta el mirador. Probablemente Barack condujo durante todo el camino por el lado equivocado de la carreteraâ¦
-Tu padre era un conductor malÃsimo -me explicaba mi madre-.
Acababa siempre en el lado izquierdo, por el que conducen los ingleses. Y si le decÃas algo simplemente se enfurruñaba por las estúpidas normas de los norteamericanos.
-Bueno, esta vez llegaron sanos y salvos; bajaron del coche y se quedaron en la barandilla contemplando la vista. Barack lanzaba bocanadas de humo de la pipa que yo le habÃa regalado por su cumpleaños, señalando el paisaje con la boquilla, como un viejo lobo de mar.
-Tu padre estaba orgulloso de su pipa -vuelve a interrumpir mi madre-. Fumaba durante toda la noche cuando estudiaba, y a vecesâ¦
-Escucha Ann, ¿quieres contar tú la historia o vas a dejar que termine?
-Lo siento papá, sigue.
-Bien, pues aquel pobre hombre, era otro estudiante africano, ¿no?, acababa de llegar en barco. Se ve que debÃa de impresionarle el modo cómo Barack hablaba haciendo aspavientos con la pipa, porque le preguntó que si podÃa probarla. Tu padre se quedó cavilando durante un minuto y finalmente accedió. Y tan pronto como el chico le dio la primera calada empezó a toser violentamente. Tosió tanto que la pipa se le resbaló de la mano y cayó al otro lado de la barandilla, casi treinta metros abajo en el fondo del acantilado.
Gramps se detiene para tomar otro traguito de su petaca antes de continuar.
-Pero bueno, tu padre fue lo bastante indulgente como para esperar a que su amigo terminara de toser, y después le dijo que saltara la barandilla y le devolviera la pipa. El hombre echó una mirada a aquel desnivel de noventa grados y le prometió a Barack que le comprarÃa otra para reemplazarla.
-Una decisión sensata -dijo Toot desde la cocina (a mi abuela la llamábamos Tutu, Toot para abreviar, que significa abuela en hawaiano, pues el dÃa que nacà decidió que era demasiado joven para que la llamáramos Granny). El abuelo frunce entonces el ceño, pero decide ignorarla.
-Pero Barack se empeñaba en recuperar su pipa porque era un regalo y no podÃa ser reemplazada. Asà que el tÃo echó otra mirada y de nuevo sacudió la cabeza. ¡Y entonces fue cuando tu padre lo levantó del suelo y empezó a zarandearlo por encima de la barandilla!
El abuelo suelta una risotada y con gesto jovial se golpea la rodilla. Mientras se rÃe, yo me veo mirando a mi padre, oscurecido por el contraluz del brillante sol, sosteniendo en alto al infractor que agita sus brazos. Una implacable concepción de la justicia.
-En realidad no lo estaba sujetando por encima de la barandilla, papá -añade mi madre mirándome con preocupación, mientras Gramps toma otro sorbo de whisky y continúa.
-En ese momento, algunas personas comenzaron a mirarnos y tu madre le rogó a Barack que parase. Supongo que el amigo de Barack rezaba al tiempo que contenÃa la respiración. En fin, después de unos minutos, tu padre dejó al hombre otra vez en el suelo, le dio una palmada en la espalda y, tan tranquilo, sugirió que todos fuésemos a tomar una cerveza. Y, ¿sabes?, tu padre continuó comportándose asà durante todo el trayecto, como si nada hubiera sucedido. Ni que decir tiene que tu madre estaba bastante disgustada cuando volvieron a casa. De hecho, apenas si le hablaba a tu padre. Barack no colaboraba mucho tampoco, porque cuando tu madre intentó contarnos lo que habÃa sucedido, el sólo agitó la cabeza y empezó a reÃr: «Cálmate, Ann», le decÃa. Tu padre tenÃa una profunda voz de barÃtono y acento británico -mi abuelo metÃa entonces su barbilla hacia la garganta para darle mayor efecto-. «Cálmate Ann» continuó, «sólo querÃa darle a ese tÃo una lección sobre el cuidado que hay que tener con la propiedad ajena».
Gramps rió de nuevo hasta que comenzó a toser. Toot murmuraba entre dientes que suponÃa que era bueno que mi padre se hubiera dado cuenta de que el hecho de haber dejado caer la pipa sólo habÃa sido un accidente, porque quién sabe qué podrÃa haber pasado si no. Mi madre me lanzaba una mirada cómplice y me decÃa que estaban exagerando.
-Tu padre puede que fuera un poco dominante -admitÃa mi madre esbozando una sonrisa-. Pero en el fondo era una persona muy honesta. Lo que a veces le hacÃa ser impulsivo.
Ella preferÃa hacer un retrato más amable de mi padre. Contaba la historia de cuando acudió a recibir la llave de la Phi Beta Kappa*, vistiendo su ropa favorita: unos vaqueros y una vieja camiseta de punto con un estampado de leopardo.
-Nadie le habÃa dicho que aquello era un acto importante, asà que entró y se encontró a todo el mundo vestido de etiqueta en esa elegante sala. Fue la primera vez que lo vi sonrojarse.
Y el abuelo, de repente pensativo, asentÃa con la cabeza y decÃa:
-Lo cierto, Bar, es que tu padre podÃa manejar cualquier tipo de situación, y eso hacÃa que le gustara a todo el mundo. ¿Te acuerdas de cuando tuvo que actuar en el Festival Internacional de Música? Accedió a interpretar algunas canciones africanas, pero aquello era algo más serio de lo que pensaba, ya que la chica que salió antes que él resultó ser una cantante semiprofesional, una hawaiana con el apoyo de una orquesta al completo. Cualquier otro hubiera abandonado justo en ese momento, excusándose en que todo aquello habÃa sido un error. Pero no Barack. Se puso en pie y cantó ante la audiencia, lo que no era fácil, déjame que te diga. Y no es que lo hiciera bien, pero estaba tan seguro de sà mismo que consiguió tantos aplausos como cualquier otro.
Gramps se levantó de su silla meneando la cabeza y, girándose, encendió el televisor.
-Ya tienes algo que puedes aprender de tu padre -me dijo-: la confianza es la clave del éxito para un hombre.
Asà es como se sucedÃan todas las historias, de manera concisa, apócrifa, contadas de corrido en el curso de una noche y luego empaquetadas y guardadas durante meses, a veces años, en la memoria de mi familia. Igual pasaba con las pocas fotos de mi padre que se quedaron en casa, viejas copias en blanco y negro hechas en un estudio y con las que solÃa toparme cada vez que revolvÃa en los armarios buscando los adornos de Navidad o algún antiguo equipo de buceo. Cuando comencé a ser consciente de mis recuerdos, mi madre ya habÃa iniciado el noviazgo con el hombre que se convertirÃa en su segundo marido y supe, sin necesidad de explicación alguna, porqué tuvieron que guardarse las fotos de mi padre. Pero, de vez en cuando, mi madre y yo nos sentábamos en el suelo, con ese olor a polvo y naftalina que desprendÃa el álbum, y me detenÃa a observar el aspecto de mi padre -su sonriente cara oscura, la frente grande y las gruesas gafas que le hacÃan parecer más viejo de lo que era- y escuchaba mientras cómo los acontecimientos de su vida se hilvanaban en un simple relato.
Según llegué a saber, era africano, de Kenia, de la tribu de los Luo, nacido a orillas del lago Victoria, en un lugar llamado Alego. Era un poblado pobre, pero su padre -mi otro abuelo, Hussein Onyango Obama- habÃa sido un importante granjero y patriarca de la tribu, un hombre medicina que tenÃa poderes curativos. Mi padre creció pasto reando la manada de cabras de su padre y asistÃa a la escuela local que habÃa fundado el gobierno colonial británico, donde demostró poseer grandes aptitudes. Al final consiguió una beca para estudiar en Nairobi y, más tarde, en vÃsperas de la independencia de Kenia, fue elegido por lÃderes de este paÃs y mecenas americanos para asistir a una universidad en los Estados Unidos, donde se unió a la primera gran oleada de africanos que fueron enviados para especializarse en tecnologÃa occidental y poder forjar a su regreso una nueva y moderna Ãfrica.
En 1959, a la edad de veintitrés años, ingresó en la Universidad de Hawai, siendo el primer estudiante africano de esa institución. Estudió econometrÃa, trabajó intensamente y se graduó tres años más tarde como el primero de su clase. TenÃa una legión de amigos y ayudó a organizar la Asociación Internacional de Estudiantes, de la que se convirtió en su primer presidente. En un curso de ruso conoció a una torpe y tÃmida americana de tan sólo dieciocho años, y se enamoraron. Los padres de la chica, no muy contentos al principio, acabaron sucumbiendo a su encanto e inteligencia. La joven pareja se casó, y ella tuvo un hijo a quien pusieron el nombre del padre. Obtuvo otra beca, esta vez para doctorarse en Harvard, pero al no contar con el dinero necesario para poder llevarse con él a su familia se produjo la separación y regresó a Ãfrica para cumplir su compromiso con el continente. Madre e hijo quedaron atrás, pero los lazos del amor superaron la distanciaâ¦